
Viena, 3 de diciembre. Hace frío, la lluvia y el aire desdibujan el paisaje mientras una luz brillante nos ciega de forma intermitente. Todo hace presagiar que la jornada va a ser intensa.
Desde la estación de Westbahnhof salimos en dirección a Mauthausen con enlace en St.Valentín. Un taxi nos acerca desde el pueblo hasta la fortaleza que abrigó una de las mayores salvajadas de la historia.
Nada, desde la estación al puebl0, indica por dónde ir al Campo de la Muerte. Ese karma no lo quieren sus habitantes y sólo unas pequeñas letras señalan, para el que lo sabe, la dirección del campo: "PZ".
Allí, en mitad de hermosas praderas y en lo alto de una pequeña montaña, se alza ese monumento al horror. El aire, la lluvia y el frío son ahora espectaculares, parece que todo conforma un único escenario y unas garras van atenazando fuertemente nuestro corazón. No se ve un alma. El silencio es brutal. Tan solo el repiquetear intermitente de los remaches metálicos en unos mástiles rompe esa terrible quietud. Parece un mensaje en morse. Nuestros ojos están intentando adividinar qué vamos a encontrar tras una gran puerta a la izquierda.
En la zona de la derecha, unos edificios de construcción más reciente, moles de hormigón completamente ensambladas en su entorno, acogen la zona de exposiciones e información.
Después de ver varias exposiciones, interesantes e intrigantes que nos hacen temer lo duro de la visita, nos dirigimos a"la fortaleza".
La puerta de entrada, de madera, muy grande, da paso a un patio central con corredor cubierto a la izquierda y desde el que pequeños orificios como ventanucos en la piedra dejan ver el camino de acceso y todo lo que queda a sus piés. Desde allí los hombres de uniforme oscuro y botas brillantes controlaban los accesos.
Al frente, unas puertas que parecen grandes cocheras y que hoy albergan algún que otro almacén de mantenimiento del campo. A la derecha, unas escaleras nos conducen a la parte superior, al "techo", dónde una gran explanada acoge grandes estatuas conmemorativas. Estatuas por parte de los diferentes paises en recuerdo a los allí asesinados. Es un bonito homenaje en el que la gente, de forma espontánea y anónima ha ido depositando pequeñas piedras para honrar a los muertos.
Un pequeño cementerio y un camino a la izquierda nos conduce a la parte de la cantera dónde una escalera con 186 escalones, baja al foso de la cantera hoy lleno de agua por la incesante lluvia. Era el descenso al infierno.
En esa cantera trabajaban parte de los prisioneros, esclavos moribundos que al más mínimo desfallecimiento eran acallados con un tiro en la nuca. El granito de esa cantera, haciendo bonitos dibujos, adorna las aceras que dan acceso a los barracones.
Desde la explanada, a la derecha, el acceso al área de los barracones.
Cruzar esa línea fué indescriptible. El agua-nieve calando en lo más profundo, mucha ropa, bufanda, gorro, las manos heladas y sin guantes para poder realizar fotografías, las cámaras medio escondidas entre la ropa intentando resguardalas, los ojos cubiertos de lágrimas y de lluvia y un suspiro que no conseguía salir de mi pecho.
Impresionante. Doloroso. Mucha curiosidad y mucho temor por lo que estaba empezando a ver.
Dos grandes hileras de barracones, derecha e izquierda y un paseo central. Los de la izquierda, y a pesar de la lluvia, estaban siendo reparados para mantener su estado original.
Nos dirigimos a los de la derecha.
Fuimos desgranando esos barracones. Cada uno a su ritmo, en su soledad. Tan solo dos jóvenes mujeres, que luego entendí eran del Kurdistan, estaban por la zona. Nuestras miradas se cruzaban fugazmente y con la misma rapidez las apartábamos para ocultar nuestras lágrimas. Era muy fácil dejarse llevar e intentábamos contenernos.
La pregunta que flotaba, que no podía apartar de mi cabeza era "por qué?" "todo ésto por poder?", que miserables.
No era nada díficil imaginar aquellos cuerpos esqueléticos enfundados en sus pijamas de rayas, cuerpos apilados, vivos o muertos.
La lavandería, hoy convertida en una rudimentaria capilla flanqueada por las banderas de los paises de los caídos. Banderas colocadas de manera que quedan inclinadas hacia delante, rindiendo honor a sus muertos.
La cárcel. La cocina. La falsa enfermería dónde eran llevados engañados y, en lugar de curarles, les metían en la sala contigua: la cámara de gas.
La habitación dónde aún hoy una mesa de disecciones permanece en el centro. Ahí aprovechaban los tatuajes y los dientes que pudieran servir.
El horno abierto enseñando sus entrañas, terrible imagen, hoy convertido en santuario con fotos, flores, velas, historias anónimas, silencios y dolor. A continuación un libro de firmas. Da miedo lo que uno podría escribir ahí después de ver lo que vimos.
El muro exterior de piedra y con alambre de espino en su parte más alta, está completamente lleno de lápidas que los diferentes gobiernos, asociaciones, partidos políticos, han colocado allí como recuerdo y homenaje a todos los que sufrieron ese horror.
Otras zonas contienen el museo con multitud de objetos personales, utensilios, muchas fotografías, el gas....el cruel gas......baremos con el recuento de víctimas por paises, por clases (políticos, judios, homosexuales, etc...).
No es agradable, pero yo volvería sin dudarlo. Es la más grande lección de historia que me han contado (todos mis sentidos me la han contado) y de la que más he aprendido.
Recomiendo hacer ese viaje pero, sobre todo, recomiendo el obligado viaje a nuestro interior como única consecuencia posible de tanta maldad.