Ayer fué un día especial. Una comida en el campo, gente que la mayoría no nos conocíamos entre nosotros pero con un denominador común: unos buenos amigos.
Ver cómo se esforzaron por agasajarnos, notar cómo agradecían nuestra presencia, sentir su calor y su aprecio fué, sencillamente, emocionante.
Pero el momento más tierno fué ver cómo trataban a sus padres, el afecto, el cariño, la ternura.
Era evidente que esa lección de la vida la habían transmitido perfectamente a sus hijos y, ellos, obedientes, la habían aprendido devolviéndoles parte de lo mucho recibido. Esos gestos, esas miradas, ese tono en la voz al dirigirse a ellos, eso son, sin ninguna duda posible, los pilares de la tierra. Una tierra que ayer nos mostraron y nos ofrecieron. Una tierra empapada por el trabajo, la sabiduría y las enseñanzas de esos mayores que, camino ya de su ocaso, permanecerán en ella para siempre como esos árboles centenarios que ejercen de vigías de hermosos atardeceres.
A F y G, gracias.
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