Habían pasado ya unos cuantos meses y María estaba empezando a encontrarse dónde quería.
Su relación con Mario acabó y ella empezó a tejer una nueva realidad, la suya.
Buscó un trabajo que no le llenaba demasiado pero le permitía disfrutar de sus aficiones sin agobios y con absoluta libertad.
Pensó que, ahora que la primavera estaba en total explosión, era el momento de premiarse con un viaje. Sería la primera vez que lo hiciera sola y la sensación de cierto temor se mezclaba con las ganas locas de decidirlo todo por ella misma.
El lugar elegido: Lisboa. Le parecía lo suficiente cerca cómo para ser un viaje cómodo y lo suficientemente lejos para convertirlo en una aventura.
Un hotel casi de lujo en pleno centro, el lugar elegido. No quería perder el tiempo en desplazamientos ya que iban a ser pocos días y no pretendía moverse de la capital.
La primera visión del Tajo, como un mar, le llenó el alma de caricias y el corazón de sensaciones.
Llegó al hotel con ganas de salir a cenar, sola también y por primera vez en su vida. Todo le parecía una aventura pero estaba firmemente decidida a llegar hasta el final.
Estrenaba vida: su vida, y no quería perderse nada.
Se duchó, se arregló como en un ritual, se perfumó con el agua de rosas que tanto le gustaba y salió, vestida de negro, camino de ese pequeño restaurante que le aconsejaron en el hotel.
Un lugar coquetón, pequeño e íntimo, con unos celadores iluminados por unas lamparitas que llenaban la sala de luces y sombras cual abrazos. Enfrente un pequeño entarimado dónde Luisa Da Sousa iba a amenizar la cena con unos fados.
Pidió una botella de vino verde, bien frío, para acompañar una tabla de quesos y una ensalada.
Lo saboreó despacio, deshaciendo texturas, dejando que el vino resbalase por su garganta y calentase su cuerpo.
La magia del momento iba tejiendo su red.
Apareció la cantante, elegante, con el pelo corto y engominado, enjuta y con rasgos afilados.
Empezó el espectáculo.
Una voz profunda que parecía no cuadrar con ese cuerpo, salió de su boca envolviendo toda la sala. María sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo e hizo que la mano le temblase al acercar la copa a sus labios. Dios mío, qué momento!!. Esa letra triste pero llena de vida vivida era impresionante.
Justo en ese momento alguien se interpuso entre ella y el escenario y con un gesto molesto levantó la cabeza para ver quién era el causante del importunio. Allí de pié como una mole un tipo con cara seria le preguntaba si estaba sola y si le importaría compartir mesa con él. Ella no salía de su asombro y siguiendo la mirada del atrevido contertulio, recorrió el local percatándose de que estaba completamente lleno y que su mesa, la única ocupada por una sola persona.
Con un gesto antipático ella le hizo la concesión y él se sentó pidiendo excusas y prometiendo no molestar.
Ya no era lo mismo. Sentía como si su particular santuario hubiese sido profanado.
Le costó volverse a concentrar en su momento pero la voz de la cantante, de nuevo, le hizo volar.
María sentía que su piel estaba erizada y que su corazón, acelerado, iba a salirle por la boca. Tenía miedo, incluso, de que ese casual acompañante se diese cuenta de todo. Le miró de reojo y se sorprendió al descubrir, más bien adivinar, que él estaba sintiendo exactamente lo mismo que ella.
Un rápido y vergonzoso cruce de miradas les hizo, a ambos, descubrirse mutuamente. Ahora sí compartían mesa y....sensaciones.
Luisa Da Sousa seguía desgranando historias y ellos dos, en silencio, abrumados por el momento, iban sintiéndose cada vez más cerca. Estaban empezando a vivir su propio fado.
Acabó la cena, acabó la actuación y llegó el momento de irse.
Se levantaron y él se atrevió a preguntarle si quería tomar una copa. "Te apetecería compartir una copa conmigo?". "Bien, vale" dijo ella.
Salieron tímidamente del local y enfilaron calle arriba. Había llovido y el suelo brillaba exultante reflejando las luces de la calle. Parecía que les marcaba el camino. Un camino silencioso, de ensueño.
Un halo de sensaciones les envolvía y ellos lo sabían. El se paró y ella hizo lo mismo. Lo estaban deseando. El, con su cuerpo grande, le cogió de la muñeca y suavemente la atrajo hacía sí. Ella dejó llevarse y se abandonó a ese trayecto sin retorno.
El abrazo cayó sobre ella como un manto templado en noche de invierno. Su corazón se aceleró y se hundió entre aquellos brazos con la sensación de haber llegado a casa, una casa cálida y llena de afecto, de deseo y de mil preguntas cuyas respuestas prefería ignorar. Nada importaba, tan sólo ese abrazo. Ese sentir que hacía tanto había perdido y que un desconocido le estaba regalando.
Ella buscó su boca y se sumergió en ella. Las mariposas contenidas en su estómago estaban buscando salida, volaban con las de él, se fundían en el deseo, un deseo cada vez más intenso, imparable.
No les importaba nada más, nadie más. Ambos habían necesitado cruzar ese umbral y lo hicieron sin recato, sin preguntas, sin desmayo.
Acabaron la noche en el hotel. Ambos asombrados por su propia respuesta pero satisfechos con el paso dado.
Se despidieron mirándose a los ojos, sin pensar en el después ni el mañana.
El le preguntó "cómo te llamas?" y ella le dijo "María" pero tú..... tú puedes llamarme Princesa.
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